El Dios de la revelación, ya en el Antiguo Testamento, se define como Dios vivo, fuente de vida, contrapuesto a los ídolos paganos que no son sino hechura humana. Lo propio de Dios es comunicar vida, en los niveles más primitivos de plantas y animales, y sobre todo en el nivel humano, donde la inteligencia y la voluntad libre nos hace acreedores a la descripción, sorprendente y única en la historia, de ser "imágenes de Dios". Una frase que se aplica exclusivamente a la persona humana, no a los ángeles, aunque a ellos se les denomine, en forma análoga, "hijos de Dios".
Si centramos nuestra atención solamente en la capacidad de conocer y actuar libremente, tendremos que considerar a los ángeles como superiores a todo genio humano, tanto en su capacidad de conocer profundamente, intuitivamente, como en su voluntad sin condicionamientos genéticos ni sociales, tan importantes para nosotros. Y parecería casi impropio del creador Omnipotente, Sapientísimo e inmaterial, que ha creado a esos espíritus superiores, el crear luego seres tan materiales y limitados como experimentamos cada día que somos los humanos, aun los más perfectos.
Pero la revelación completa de la intimidad de Dios en el Nuevo Testamento nos hace conocer a la Trinidad como comunicación de vida, tan completa, que cada Persona divina no puede existir ni ser pensada con independencia de las relaciones mutuas entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los ángeles no pueden comunicar vida, ni por creación –que exige una potencia infinita- ni por donación total (sólo posible a la divinidad), ni dar parte de sí mismos a un nuevo ser, ya que no tienen partes, siendo puro espíritu. Entre los seres creados, solamente un viviente con estructura compuesta, material, puede dar algo de su propio ser, como semilla activa y fecunda. Y solamente así pueden brotar relaciones de familia, de dependencia mutua, como existen en Dios mismo en la esencia de su vida trinitaria.
Si el Hijo de Dios es Imagen viviente del Padre eterno, los hijos en una familia humana son también imágenes vivientes de los padres. Si el Espíritu Santo es Amor de unión total de Padre e Hijo, también los hijos son fruto y lazo de amor entre los esposos. Y su formación completa –no solamente su nacer- exige ese amor y ese contacto con los padres, sin el cual no hay desarrollo adecuado físico ni verdaderamente humano.
Una simple célula de un alga microscópica es más compleja que una galaxia: tendríamos que ampliarla hasta un diámetro de varios kilómetros para poder seguir su metabolismo en detalle. La riqueza de programación que permite a la célula inicial de un ser humano desarrollar sin ayuda externa todo el proceso de formación del organismo, desafía toda comprensión. Si Dios es asombroso en las grandes estructuras del Universo, lo es más todavía en la maravilla de lo pequeño, de la vida y de su capacidad de auto construcción.
Y Dios ha querido hacer a sus criaturas, hechas a su imagen y semejanza, partícipes del milagro de cada nueva existencia, dando a Dios nuevos hijos en el entorno de amor y entrega mutua en que Dios crea al espíritu que se une a la materia viviente de los padres.
La dependencia del nuevo viviente con respecto a sus progenitores se hace cada vez más profunda según avanza en complejidad el organismo. Comenzando con la simple división de una célula o el confiar semillas al viento de una planta, nos encontramos en el reino animal con exigencias de alimento y cuidado que se extienden por períodos significativos de la vida media de muchas especies. Y en el hombre es imposible la supervivencia sin muchos años de dependencia hasta llegar a la emancipación de la edad adulta. Nos acercamos así al modelo divino de relaciones de familia que nunca dejan de ser constitutivas de la vida: nunca pueden existir independientemente las divinas Personas, que son inseparables por tener un único entendimiento y una única voluntad en una naturaleza necesariamente poseída sin división ni limitaciones.
En la Encarnación, la familia humana participa de la dignidad de la familia divina, cuando el único Hijo del único Padre eterno se hace Hombre con una única Madre, una Mujer que puede dirigirse a Él con el mismo título de "hijo mío" con que el Padre le designa gozosamente. En ese entorno humano, en la sencillez humilde de Nazaret, Dios aprendió a ser Niño, a andar, a hablar, a orar, a trabajar. Creció como hijo obediente, cariñoso y respetuoso, agradecido por el entorno de amor y protección de María y José. Una relación que nunca puede olvidar ni considerar terminada: es eternamente Hijo.
Es en el entorno de familia donde Dios quiere también que aprendamos a acercarnos a Él, a amarle, a orar, a conocer nuestra Fe. Al dirigirnos a Dios como Padre, este título de cariño y confianza lleva el contenido de nuestras experiencias de la paternidad humana. Son los padres los que regalan al niño su mayor tesoro al pedir el bautismo que hace nuevos hijos de Dios a los hijos de los hombres. Dios ha querido que su Providencia se realice por medios humanos, y es la familia el medio humano por excelencia por el que nos acercamos a Dios en su Iglesia, en un proceso educativo en que la cercanía a Cristo, a María, se consigue de la mano de quienes personifican para el niño el significado maravilloso de la definición audaz de San Juan: "Dios ES Amor".
Cristo quiso subrayar la dignidad del matrimonio entre quienes son "Hijos de Dios" convirtiendo el contrato privado entre los esposos en un canal de gracia, de vida divina: un sacramento. Él defendió la dignidad de esa promesa de amor mutuo y de fidelidad sin restricciones afirmando que es –como todo amor verdadero- para siempre. Quien quiso llamar "Madre" a una mujer, elevó a la esposa a la máxima dignidad, rechazando toda forma de posesión humillante como objeto del capricho pasajero del varón. E hizo del matrimonio una expresión palpable de su relación con la Iglesia, madre de vivientes, de hijos de Dios, con una maternidad que se extiende al mismo Cristo en su Cuerpo místico: "El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre y mi hermano y mi hermana". Si esto es verdad de todo seguidor de Cristo, lo es especialmente de aquellos que contribuyen a su desarrollo con nuevos miembros, en el matrimonio que San Pablo refiere explícitamente a la gracia que nos une a nuestro Salvador.
Si de veras creemos que Dios es Amor, no nos asombrará que sea dentro de la familia cristiana donde Dios debe estar más presente, para irradiar luego el calor de su cariño y la alegría de su luz a todos los ámbitos de la sociedad. Quien no ama, no ha conocido a Dios, dice San Juan en su primera carta. No hay vida si no hay amor, pero el amor verdadero, generoso, sin límites, es el entorno más propicio para que Dios actúe.
Por eso la Iglesia se alegra con cada boda, pidiendo la bendición del Señor para un nuevo hogar en que el amor florezca siempre. Todos nosotros compartimos esa alegría que compensa las muchas negruras de tanta falta de amor en el mundo. Porque el plan salvífico de Dios se cumplirá, podemos afirmar que el triunfo final será el triunfo de esa fuerza, débil en apariencia, pero siempre fecunda: triunfará el Amor eternamente.
Manuel Mª Carreira, S.J.